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Tres tazas de café

16 €

Ficha

Autor: Tres tazas de café
Género: Novela
Páginas: 168
Dimensiones: 220 x 150 mm
Encuadernación: Rústica
Isbn: 84-935015-0-6

Sinopsis / Información

¿Son distintas las demandas de las mujeres de hoy de las que formularon nuestras antepasadas? ¿Ha entendido la sociedad cuáles son sus quebraderos de cabeza? ¿Han calado en alguna parte los discursos feministas de principios del siglo XX?
Los destinos de Claudia y María Luisa se cruzan cuando ambas comienzan a escribir la biografía de una tercera mujer que cambiará sus valores y dará respuesta a sus azarosas vidas: la feminista republicana Carmen de Burgos.

Con su sorprendente talento narrativo, Margarita Espuña nos enseña que todos tenemos una novela que contar, la grandeza épica de lo cercano.

Tres tazas de café

¿Son distintas las demandas de las mujeres de hoy de las que formularon nuestras antepasadas? ¿Ha entendido la sociedad cuáles son sus quebraderos de cabeza? ¿Han calado en alguna parte los discursos feministas de principios del siglo XX? Los destinos de Claudia y María Luisa se cruzan cuando ambas comienzan a escribir la biografía de una tercera mujer que cambiará sus valores y dará respuesta a sus azarosas vidas: la feminista republicana Carmen de Burgos. Con su sorprendente talento narrativo, Margarita Espuña nos enseña que todos tenemos una novela que contar, la grandeza épica de lo cercano.

Un Toyota circula velozmente por la autopista. Claudia conduce absorta en sus pensamientos. Entre los dedos, un cigarrillo. La música de Vicente Amigo suena muy alta en el interior del vehículo.
«No es más que un corto trayecto», se dice intentando tranquilizarse, «un tramo de autopista. Lo has recorrido muchas veces.» Claudia sabe que al final de la carretera, cuando aparque el coche y entre en la cafetería, puede pasar cualquier cosa. Desea que el encuentro con esos ojos, esa sonrisa, esas manos la transporten veinte años atrás, pero no puede acallar la voz interior que interfiere en su ilusión y le repite que quizá no resulte tan bien como espera. «Qué boba eres», se recrimina. «Nada será lo mismo; no puede ser lo mismo, ni él ni yo lo somos. ¿Qué puede pasar? Una tarde tranquila, de recuerdos; un par de cafés, unos cuantos cigarrillos. ¿Seguirá fumando?» Una ambulancia adelanta a Claudia obligándole a desviarse hacia el arcén.
Recuerda lo ocurrido la mañana del domingo anterior y una sonrisa trémula distiende su rostro.

Le vio de repente, sentado de espaldas, entre un grupo de amigos, tomando un aperitivo en la terraza del club de golf. Unos mechones de pelo castaño que asomaban bajo su gorra le dieron la pista. Quedó paralizada, hipnotizada, y los recuerdos de su adolescencia se precipitaron vertiginosamente. Cuántas veces había acariciado ese pelo. Dudó unos minutos antes de reaccionar. Un lapsus que le condujo a sopesar varias opciones: ignorar que le había visto; marcharse de allí y no propiciar un encuentro cuyas consecuencias podían ser demoledoras, pero eso supondría un acto cobarde que se reprocharía durante mucho tiempo; acercarse a él, saludarle, preguntarle por su vida, aunque esa opción desató la incertidumbre de cómo desdibujarían sus rostros flácidos el recuerdo de aquellos jóvenes. Tardó unos minutos en tomar la decisión. Durante años había deseado ese encuentro y no lo desperdiciaría por un ridículo reparo. Se pellizcó las mejillas para colorearlas, se acercó a la mesa e, inclinándose tras su espalda, le susurró al oído: «Hola Marc». La sorpresa de él y la emoción de ella provocaron una conversación rápida y nerviosa. La absurda pregunta: «¿Qué has hecho en estos últimos veinte años?». Después ella, adelantándose a cualquier iniciativa que él pudiera tomar, le pidió su número de teléfono y se marchó pretextando que tenía algo que hacer.
Se alejó rápida y eufórica, con un trozo de papel doblado, que apretaba en el puño, donde él había garabateado un número. Subió en el coche y lo desdobló. Sonrió al ver que Marc había escrito su nombre bajo el número, como si temiese que ella había de extraviarlo e ignorar después, cuando casualmente lo volviese a encontrar, a quién pertenecía. Pensó que Marc tenía el aspecto despreocupado de siempre, que conservaba su sonrisa juvenil y su mirada inocente. Se preguntó cómo la vería él, pero intuyó que el tiempo apenas había pasado para ambos.

Claudia aparca el Toyota frente a la cafetería. Ha llegado con diez minutos de antelación. El nerviosismo le provoca un molesto sudor de manos. Decide permanecer unos minutos en el coche para tranquilizarse, apaga el motor y dirige la mirada a la entrada de la cafetería. La guitarra de Vicente Amigo continúa sonando con fuerza. «Todavía estoy a tiempo de no cruzar esos años», piensa. «Si doy marcha atrás, todo será lo mismo. Si franqueo esa puerta, todo cambiará. Es peligroso desear que un sueño se cumpla. Quizá sería mejor dejar el recuerdo intacto», conjetura por unos momentos, se desanima. Quedan siete minutos para las cinco de la tarde. Enciende otro cigarrillo, cierra los ojos y se recuesta en el respaldo del asiento.
No tiene objeto seguir cavilando. Claudia sabe que el encuentro es inevitable. Aplasta la colilla en el cenicero, guarda el tabaco en el bolso, se repasa el maquillaje en el retrovisor y sale del coche. Le flaquean las piernas cuando sube la escalera que conduce al local. Entra y comprueba que está vacío; Marc no ha llegado todavía. El ambiente le parece apacible, pero inanimado. De nuevo intenta relajarse y observa la situación de las mesas para elegir la más indicada. No quiere mostrarse atrevida esperándole en los íntimos sofás del rincón, pero valora el conjunto de la estancia y se decide por ellos. Las mesas situadas junto a la ventana le parecen algo frías. Además, observa que sobre los sofás se proyecta una luz halógena plateada que seguro que le favorece y da brillo a su pelo. Se acerca al rincón escogido y se plantea otro dilema: si se sienta en el sofá, corre el riesgo de que él opte por el sillón de enfrente. En ese caso, la mesa les distanciará en exceso. Se detiene unos momentos pensando la estrategia. Es descarado, pero se arriesgará. Se sienta en un lado del sofá y en el sillón situado frente a ella deja el bolso y la chaqueta. Cuando Marc llegue, se verá prácticamente obligado a acomodarse a su lado, a no ser que retire sus cosas, lo que parece improbable. Un camarero observa los movimientos de Claudia mientras simula permanecer absorto en la distribución de los ceniceros en las mesas.
Por fin, ella se arrellana en el asiento, extrae del bolso el paquete de cigarrillos y el encendedor. Hace una seña al camarero, pide un café y respira hondo. «¿Y si no se presenta?» Mira el reloj, pasan dos minutos de las cinco. Es pronto para temer un plantón. Marc respondió con entusiasmo a su llamada, no hay motivo para pensar que no va a acudir.
Claudia mira la entrada con insistencia. Ha fumado dos cigarrillos desde que le han traído el café y Marc no aparece. Empieza a creer que la cita ha sido un error y vuelven las dudas. Cuando hablen, si es que viene, a ella le saldrá esa voz de idiota que se le pone cuando algún hombre le interesa. Además, seguro que dice tonterías, le dará una imagen errónea, o en el caso de que haya buena conversación, es probable que diga más de lo conveniente, como le ocurre siempre que está con alguien receptivo. Saldrá mal pase lo que pase. Claudia echa una mirada nerviosa por encima del hombro y ve que un hombre cruza la entrada del local. Es él.
Se aproxima sin titubeos hasta la mesa donde Claudia le espera. Se detiene ante ella y, con una pícara y jovial sonrisa, se inclina para besarla en las mejillas. Después estudia dónde sentarse, y sin dejar de sonreír, le pregunta:
—Me dejas que esté a tu lado, ¿no? Después de tantos años.
—Claro, claro —responde ella recatada.
Uno al lado del otro, a cierta distancia, se observan con curiosidad. Claudia continúa nerviosa y se pregunta si Marc también lo está, aunque da la impresión de sentirse muy seguro de sí mismo. La conversación se inicia en un tono intrascendente.
—Es increíble que me reconocieras por el pelo. Menos mal que no lo he perdido con los años —dice Marc—. Cuando me lo comentaste por teléfono, me pareció imposible.
Ella se relaja. Se recuesta en el respaldo del sofá, levanta la melena con las dos manos hasta la coronilla y la dejar caer suavemente sobre los hombros antes de responder sensualmente:
—Fue una suerte que nos encontrásemos en el golf, porque si tenemos que esperar a la petanca…
Marc se acerca a ella para susurrarle que la encuentra muy guapa. Ambos sonríen.

Han pasado cuatro horas, tres cafés y muchos cigarrillos mirándose absortos. Ella se acaricia el pelo mientras él sigue el movimiento de sus dedos, deslizándose con la mirada en la contemplación de los ojos, la frente, la nariz, los labios.
Hablan de su amor de adolescentes, aquellos momentos nunca olvidados. Uno le recuerda detalles al otro, coinciden en muchos y les sorprende reconocer los que habían extraviado en la memoria. Repasan los pequeños sucesos de aquella existencia lejana, intentado resumir, en unas horas, lo que habían significado el uno para el otro cuando juntos aprendieron a contar las estrellas, a pisar las hojas caídas, a buscar esquinas ocultas, a hablar en voz baja y a salpicar las palabras con risas.
—¿Eso hacía yo?
—Me acuerdo de la primera vez que te cogí la mano, llevabas una chaqueta roja y metí la mía en tu bolsillo.
—Sí, sí. «¡Tengo frío!», decías. Incluso recuerdo la calle por la que paseábamos. Pero tengo más presente aquella verbena en que nos escondimos de todos. Con tanto toqueteo, tuve mi primer orgasmo, aunque yo no sabía lo que era y pensé que me iba a dar alguna cosa. Esa sensación quedó grabada muy muy profunda —dice Claudia ruborizándose.
—¿Cómo recuerdas lo nuestro? —le pregunta Marc mirándola con una expresión que ella interpreta como un delator arrobamiento.
Con su intensa mirada azul, Claudia recorre el rostro de Marc y deja clavados sus ojos en los de él antes de responder con melancolía:
—Ternura. Siento mucha ternura al recordar aquellos años.
Un silencio cómplice se establece entre ellos mientras prolongan el cruce de sus miradas
Se ha hecho tarde y los móviles empiezan a sonar con insistencia. Aquélla es una cita clandestina y hay que despedirse. Claudia recuerda que Pablo le ha comentado que esa tarde llegará pronto a casa y cae en la cuenta de que tendrá que inventar una excusa para justificar su tardanza.
Claudia tiene rojas las mejillas y brillo en los ojos. Marc le ha pedido, en algún momento, que no le cuente toda su vida, porque luego no tendrían nada más que decirse y no habría motivo para volver a verse. Han hecho planes: tomar otro café cualquier día, o ir a jugar un partido de golf.
Marc paga la cuenta y se levantan. Salen juntos y andan unos metros hasta el coche de Claudia. Ella recuerda lo alto que era su primer novio, y que nunca alcanzaba a abrazar su cuello sin alzarse de puntillas.
Llega el momento de la despedida y Claudia le besa tímidamente en los labios. Él se muestra turbado y no responde a ese beso.

II

«Hemos de tener presente que las mujeres, mayoritarias en el sector de la población, tenemos antepasadas a las que desconocemos y que han realizado un papel importante en la historia de la humanidad.»

María Luisa teclea en el ordenador. Hace pocos minutos ha empezado a redactar la novela que espera que la lance como escritora. Está harta de ser periodista, atrás ha quedado su trabajo de corresponsal. Ahora se dedica de lleno a escribir esta novela. Pero no será una novela cualquiera, no. Para nada escribirá tonterías sobre mujeres dramáticas, maridos opresores y fregonas agobiadas. Ella lo que quiere es trascender a la historia de la literatura, y para ello ha buscado un referente sobre el que hablar: Carmen de Burgos, una mujer trasgresora del siglo pasado, de esas a quienes la historia no debería ignorar.
Está nerviosa; el primer capítulo ha de ser algo impactante. Así que, para escribirlo, se ha escondido en el bungalow de un camping de L’Ametlla de Mar. Ha traído todo lo imprescindible: ordenador, apuntes, libros, Biomanán, cervezas, fruta, tabaco, chicles de nicotina, un transistor, aspirinas y un termómetro.
Aquí está, tecleando las primeras líneas de su novela, muerta de frío porque la estufa del bungalow apenas calienta, asmática porque se ha fumado un paquete de cigarrillos en lo que va de mañana, y contenta porque, por fin, es escritora.
Trajina nerviosa entre las carpetas en busca de las primeras pistas sobre Carmen de Burgos que, semanas antes, encontró en Internet:
«Carmen de Burgos y Seguí nació en Almería el 10 de diciembre de 1867 y fue periodista, novelista, feminista, luchadora y valiente. Muy valiente para su época, mucho más que algunas de las mujeres de hoy que, con menos posibilidades, se pasan la vida lamentándose del ostracismo al que las confinan los hombres.»
Esa última frase ha salido de su cosecha. Le gustó a María Luisa encontrar a una mujer que, en aquellos años, tuviera el valor de irse a Madrid con una niña a cuestas, dejando a su marido en Almería y pidiendo de redacción en redacción que la dejasen trabajar.
Ella conoce a muchas mujeres que, todavía hoy, no hacen más que quejarse de los hombres en vez de plantarles cara de una vez. Ella lo tiene claro, no quiere saber nada más del sexo masculino. Son todos unos egoístas.
Tiene que levantarse a orinar, lleva rato aguantándose. Se dirige hacia el baño y se da un golpe contra el lavabo, porque todo es muy pequeño para los movimientos poco medidos de María Luisa, que no calcula las distancias. En las fotografías de Internet, todo parecía más grande pero, una vez allí, el bungalow ha resultado la réplica en miniatura de una vivienda normal. Sin levantarse del retrete, alarga la mano para abrir un pequeño armario situado a su derecha y buscar papel. Nada. ¡Genial! Se sube las bragas sin secarse. No importa. Por la noche intentará ducharse en esa plataforma con manguera que se supone que es una ducha. Se mira en el espejo la larga hilera de dientes desiguales. Vuelve a la mesa y se dispone a seguir escribiendo. Lo importante es aislarse del entorno y concentrarse en la tarea.
«Carmen de Burgos dispone de una vasta obra que integra artículos periodísticos, traducciones, novelas, cuentos, ensayos, biografías…»
«¡Joder! Menudo frío hace aquí.» Las horas de inmovilidad la están dejando aterida. La cabañita en la playa no resulta demasiado confortable en el mes de abril. Encima tiene las piernas llenas de moratones por los golpes que se da contra la mesa cada vez que se levanta a buscar algo o vuelve a sentarse. A media tarde ha salido a pasear por la playa para relajarse. Imposible. Ella no se relaja ni con anestesia.
Ahora está en la cama intentando sintonizar una emisora para saber cómo anda la guerra de Irak. En todo el día no ha logrado concentrarse en el trabajo. Empieza a estar preocupada ante la evidencia de que no sabe cómo escribir una novela. Tal vez debería haber hecho antes un curso de narrativa o escritura creativa o algo así. Pero eso le supondría retrasarse muchos meses y no tiene paciencia. Su impaciencia, precisamente, le llevó a mandar al garete el diario. La tenían harta. Que si vete al aeropuerto, que si los taxistas están de huelga, que si tienes una inauguración, que si presentan un libro. A todas horas llamándole al móvil, y luego publicaban lo que les salía de los cataplines a los jefes. Páginas enteras se convertían en breves. Un fastidio.
El tema de los taxistas fue definitivo: le llamaron un viernes por la noche diciendo que los taxistas estaban revolucionados y que el diario quería portada para el domingo. Se pasó el sábado llamando y corriendo de aquí para allí para preparar tres piezas y cinco despieces, lo mandó todo por e-mail a última hora de la noche. Llegó el domingo y nada de portada sobre taxis. Pasó páginas rápidamente y leyó un breve: «Los taxistas anuncian huelga».
Al día siguiente, se presentó en la redacción hecha una furia y con la tensión premenstrual.
—¡Que os den a todos por el culo! —gritó entre los ordenadores.
Gálvez, el jefe de sección, ni siquiera se molestó en levantar la vista del diario que estaba leyendo, y Miguel, el responsable de los corresponsales, continuó con los ojos clavados en la pantalla del ordenador como si la cosa no fuera con él. Los redactores que andaban por allí simularon que no la veían, porque no era la primera vez que había montado en cólera. Nadie le respondió y ella se enfureció más.
—¡No tengo vida privada! ¡No respetáis nada! ¡No me dejáis vivir! ¡Publicáis lo que os da la gana! ¡Esto es un puteo constante!
Tampoco respondieron. Entonces se puso a llorar delante de todos de pura rabia y subió a Administración a pedir la liquidación. Esperaba que alguien le hiciera desistir, pero los muy cabrones no se dignaron decir nada. Así que no había marcha atrás.
En cuanto se le pasó la regla, empezó a pensar que, tal vez, se había precipitado. No debería haber tirado por la borda diez años de corresponsal comarcal en un diario tan importante. Pero algunas veces una se lanza y ¡zas! …

La tensión premenstrual había provocado muchos problemas en su vida. No tenía claro si en esos días se ofuscaba con todo o, al contrario, adquiría una lucidez que la convertía en alguien valiente. La cuestión era que en año y medio de paro tenía que sobrevivir escribiendo la novela. Pero ¿cómo demonios se escribe una novela? ¡Fusilando! Cómo no se le había ocurrido antes. Igual que en el periodismo. Coges de aquí y de allá, cambias las palabras y te montas la historia. También podría investigar alguna cosa nueva sobre Carmen de Burgos, pero sería bastante complicado.

Ahora, María Luisa conduce su Ibiza por la autopista, de vuelta a Barcelona. Ha pasado cuatro días en L’Ametlla de Mar y, lo que se dice escribir, ha escrito poco. Tampoco ha tomado mucho el sol. Incluso ha anticipado la vuelta porque, la última noche, un viento huracanado amenazaba con arrancar las maderas de la cabaña, y ella se veía agarrada a las mantas en medio de la nada, en un camping vacío. Así que, esa mañana, ha cargado los bártulos en el maletero del coche y para casa. Todo le sale mal.
Se puede fusilar, pero hay que hacerlo con gracia; de lo contrario, quedará un conglomerado de información sin sentido que no comprará ni Dios. Y ella quiere novelar la vida de esa mujer, quiere escribir algo distinto de lo que han hecho otros. Tan sólo se han publicado estudios, biografías, análisis de su obra, tesis doctorales, memorias. No, ella quiere hacer algo realmente interesante que todo el mundo lea. Divulgar la vida de Carmen de Burgos, pero con gracia. No, si pensar, piensa mucho. Otra cosa será escribirlo. Luego está todo eso de los desencadenantes, la trama, los nudos, la expectativa…
Carmen debió de ser realmente valiente. Consiguió una corresponsalía de guerra, tener un amante mucho más joven que ella, crear opinión con sus artículos, escribir novelas…

A María Luisa se le ocurre en ese momento que lo que le seduce de Carmen es admiración o envidia. ¿Ese pensamiento estará bien formulado? ¿Puede seducir la envidia? Tendrá que consultarlo en el Diccionario de los Sentimientos que tiene en casa. Hay que comprar muchos diccionarios si se quiere escribir creativamente. Esto no tiene nada que ver con la redacción periodística; tan funcional ella, sin ninguna tensión lingüística. Y no sólo eso. También debe cambiar el chip y dejar de pensar y de mirar la vida como una periodista y empezar a convertirse en escritora.

¡Vaya un lío! Se está poniendo nerviosa. Se le agolpan las ideas. Necesita el diccionario de María Moliner y el de Ideas Afines, de Corripio. Tendrá que invertir una pasta para escribir en condiciones. ¿Y cómo deben pensar y ver la vida los escritores?
Enciende la radio del coche y empuja el CD de Vicente Amigo.

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