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Colapsos

13 €

Ficha

Autor: Ángel Vallecillo
Género: Novela
Páginas: 224
Dimensiones: 220 x 150 mm
Encuadernación: Rústica
Isbn: 84-932586-8-7

Sinopsis / Información

Esta novela narra, en diversos escenarios y con diferentes protagonistas, los sucesos previos y posteriores a un colapso económico mundial originado por un escurridizo y fantástico visionario llamado Malcom la Sal.

Pícaros modernos, pornógrafos, un matrimonio que añora los concursos televisivos, un ecologista insomne o un mafioso que huye de la policía escondido en un ataúd son algunos de los personajes de los que se sirve Ángel Vallecillo para construir su novela más audaz. Cada capítulo supone una vuelta de tuerca a su trama, una imaginativa e infatigable huida hacia delante. El argumento de este colapso no es sino la situación que estamos viviendo en nuestro comienzo del siglo XXI. Humor y dolor hacen de Colapsos un libro controvertido:
un manifiesto desolador, pero al mismo tiempo un divertido y sarcástico alegato contra el conformismo global.

Ángel Vallecillo

Ángel Vallecillo es el autor de las novelas Colapsos (Premio Miguel Delibes de Narrativa, 2006), Hay un Millón de Razas, 9 Horas para Morir o Bang Bang, Wilco Wallace. Ha sido calificado como novelista duro y de vanguardia, en especial por su libro Colapsospero también por embarcarse en proyectos heterodoxos como Lo Demás es Silencio: literatura improvisada en sesiones de música electrónica. Su nombre es una referencia en el naturalismo canario. Ha colaborado con los mejores fotógrafos y naturalistas del Canarias en los libros Mar Atlante Aves Rapaces de Canarias; también es guionista de documentales submarinos y el director de la película documental Mar de Nadie. Incansable viajero, ha recorrido con su cámara infinidad de países, en especial África. En 2012 publicó Bienvenido a La Graciosa, una guía turística del archipiélago chinijo. Ha trabajado también en radio en programas como Objetivo la Luna o como director de Una Hora con Satán. Está casado, tiene tres hijos y en sus ratos libres construye edificios como promotor inmobiliario.

Algunas críticas

Carmen Morán Rodríguez en CLARÍN, Nº 65

Voy a intentar escribir una reseña sobre Colapsos, de Ángel Vallecillo, sin decir que es corrosiva (porque lo obvio es inelegante) e intentando más bien explicar cómo y por qué lo es.
El libro se divide en trece episodios más un epílogo. A la cabeza de cada segmento narrativo, una indicación nos informa: “Diez horas antes del Colapso”, “Un mes después del Colapso”, “Durante el Colapso”, “Seis años después del Colapso”… En efecto, la columna vertebral de la narración, a partir de la cual se ramifican multitud de historias, es el colapso económico mundial acontecido en los comienzos del nuevo milenio por obra del misterioso gurú Malcolm La Sal. Un nuevo orden se instaura entonces, una antiutopía de violencia y destrucción. Los saltos temporales –antes y después del Colapso— que imponen los diferentes capítulos resaltan el contraste: de las fiestas en la última planta de un rascacielos al atrincheramiento en caravanas. Cuál fue, exactamente, el mecanismo de esa gran implosión mundial, no llega a saberse nunca, y este es precisamente uno de los golpes de genio del libro, que caricaturiza la irracionalidad casi risible del Sistema mediante el relato de un apocalipsis absurdo que, cuando no da terror, da risa.

En sus Seis propuestas para el próximo milenio Italo Calvino señalaba, como tendencia acusada en la nueva narrativa, la multiplicidad, y recientemente Teresa Gómez Trueba ha comprobado que esta tendencia se cumple, más allá incluso de lo previsto por Calvino, y que no solamente en la novela, sino también en el cine actual, se da “la voluntad consciente de componer una historia unitaria a través de una suma de historias, independientes, paralelas y, aparentemente, desconectadas” . Nuestras ficciones abandonan la linealidad tradicional para explorar modos de narración múltiple, esto es, que supere las limitaciones del relato único, bien mediante el perspectivismo llevado al extremo, bien mediante el despliegue de desarrollos argumentales virtuales, bien mediante la unión aparentemente arbitraria de historias independientes que, sin embargo, convergen en algún punto. Este último es el caso de Colapsos, donde la convergencia a veces no es tal, sino solo un fugaz contacto casual entre dos historias que no volverán a cruzarse. A sus personajes les une claro está, el Gran Colapso. Les une también sufrir sus pequeños y cotidianos colapsos (el insomnio, la angustia de no poder ver un concurso televisivo…). Y en el caos de la trama, fragmentada y fluctuante, les unen hilos tan tenues como haber coincidido en un semáforo (pero, ¿no son esas nuestras más frecuentes relaciones, no podrían ser, tal vez, las únicas?). Hace ya mucho tiempo que sabemos que la forma es el fondo, y quizá para contar el colapso nuestro de cada día no había mejor modo que una escritura de historias descoyuntadas que tratan de avanzar y chocan, ocasionalmente, entre sí. La pericia técnica de manejar distintos hilos es también la manera de sacar no el retrato, sino la holografía, de un mundo inconexo y frenético. Ahora bien, ni la técnica incurre en el alarde, ni el significado de esa técnica en adoctrinamiento o moralina, y el que esta reseña pretenda indagar un poco en lo que hay tras una lectura trepidante no debe hacer olvidar que el libro es muchas cosas (algunas de las cuales trato aquí de esbozar), pero, ante todo, una lectura trepidante.
El cine es omnipresente en Colapsos. También la música (bajo la advocación de Tom Waits: Vallecillo elige bien a sus santos). Pero en el caso del cine las conexiones son mucho más intensas, y rebasan la pura alusión, para diseminarse por el lenguaje narrativo de la novela. En concreto, esta es hermana de sangre (o de celulosa, o lo que sea que tienen en común películas y páginas) de un tipo de cine, el que en los 90 se dio en llamar alternativo, y aun dentro de éste, el vínculo es más estrecho –no es casualidad— con autores como David Lynch o el inevitable Quentin Tarantino, que gustan de subrayar la irrealidad, la naturaleza artificiosa (cinematográfica) de sus películas. No es de extrañar el papel estelar del mencionado Lynch, que con el rodaje de “la mejor obra de arte de la historia del cine”, Angel’s Faith (invención de Vallecillo) pone en marcha una de las muchas líneas narrativas. Además de formar parte de los bastimentos argumentales, el cine se filtra también en cameos como el de Bogart, la lynchiana Laura Palmer o Eddie Murphy –sí, representante de una fórmula cinematográfica banal, repetitiva y masificada… y no hay más que leer la novela para apreciar el sarcasmo de Vallecillo al invitar a la estrella a su ficción (me ronda peligrosamente escribir: corrosivo, mas me mantendré firme). Pero más allá de la inclusión del rodaje ficticio de un director real en el argumento, y  de las ocasionales apariciones más o menos crueles, toda la novela está impregnada de un sabor cinematográfico muy especial, que se desprende de los nombres de sus personajes (Malcolm La Sal, Benicio Vander… “suenan” irremediablemente a “película americana”), de los escenarios (Manhattan, siempre; Salt Lake City, “las putas fiestas de Florida”, un pueblo llamado Harvester Crow, la 44 y la 46…), e incluso de no pocas frases (“Escuche amigo: he barrido a miles de tipos en mi vida, y ninguno ha vuelto de la tumba para joderme”). No se trata simplemente de un recurso a la moda, lo que –no hay por qué negarlo— ya haría de Colapsos una lectura apetecible a día de hoy: la apelación constante al cine tiene una función desrealizadora y esta, a su vez, una importante carga crítica hacia nuestro mundo (¿un mes antes del Colapso? ¿un par de años después?). Vallecillo nos entrega un libro que no aparenta estar hecho de la vida real, sino de sus reflejos (el cine, la literatura), pero acaso ese mundo real tampoco esté hecho, al fin y al cabo, de otra cosa. Esta sospecha pone a Vallecillo en el camino –on the road— de los narradores de la next generation, que tanto aprendieron de los maestros de la posmodernidad norteamericana (Don DeLillo, Thomas Pynchon).
  He cumplido mi propósito de no calificar de corrosiva la visión que Colapsos da de un mundo no demasiado diferente del nuestro, al poner al descubierto, con fosforescencias, su incoherencia y su banalidad (¡tan fascinantes, a pesar de todo!). Permítanme, a cambio, una concesión final a lo que a estas alturas es una obviedad: decir que es Colapsos es una novela estupenda.

 Carmen Morán Rodríguez en CLARÍN, Nº 65

José Manuel de la Huerga en La tormenta en un vaso

Ángel Vallecillo avisa en la primera página: “Voy a mataros a todos”. Advertencia sanitaria: leer estos relatos hilados entre sí tiene serios efectos secundarios: risa convulsa incontenible, vértigos, ansiedad, insomnio del retardo, histeria, pánico, sorpresa, alucinaciones, problemas de mala conciencia… Y al final, la muerte, o la desaparición. O la huida hacia el futuro. Que cada cual lo interprete como le apetezca. Cada relato, un efecto secundario, mínimo. Garantizado. He aquí el prospecto de uso para tiempos adversos. Pero a pesar de la advertencia, entramos a saco y caemos en su trampa, nos atrapa en su red de personajes que se mueven por el mundo (Nueva York, desierto de Nevada, una isla canaria, cárcel del pueblo en Roma, Tokio…) como el escenario salvaje del colapso económico mundial y la Gran Guerra posterior.

El tiempo es el actual, año 2004 y unos años antes y después. Los relatos están articulados en tres grupos y un epílogo: “Precolapso”, “Colapso” y “Poscolapso”. Algunos personajes no nos abandonan y como el micelio de los hongos aparecen, desaparecen y vuelven a aparecer, transformados o debidamente maquillados. Así las mujeres: la mujer de rojo, embarazada, Ali o Alicia o Alicia Brutti o la Señora Lanegan, protagonista de la película pornográfica que David Lynch rodará en el desierto de Nevada. Es la misma, insegura, enfermiza a ratos, terrible y justiciera con su madre en la cárcel romana del pueblo en “Ella”, calculadora como doble espía en “Fe y Obediencia”, curiosa y fresca en el primer relato de la serie, “Cuatro clases”.

Malcom La Sal pasa de pobre profesor de griego de instituto centroeuropeo a reventarle la banca a un casino americano y hacerse uno de los grandes poderosos del planeta en tiempos sin ley, escondido en un búnker, con la intuición esotérica de una cábala rara como trasfondo acuciante. El otro poderoso es Númuno, hijo de un humilde mecánico en los puertos de Nueva York que quiere un futuro para su hijo como salvador de la clase obrera del mundo. El chico aprovecha el dinero ahorrado por su padre durante toda una vida de sacrificio para estudiar y convertirse en un auténtico crack de las finanzas. Se volverá un líder populista que nos hará pasar un malísimo rato…
Es sorprendente la riqueza de estilos que nos presenta esta novela coral, desde lo paródico a lo confesional, pasando por la narración trepidante, los diálogos ácidos, magníficamente ajustados, y los textos aparentemente subliterarios (trascripciones de diálogos de mafiosos o de políticos americanos de altísimo nivel de confidencialidad, textos científicos, de enciclopedia cinematográfica, entrevista a la madre de la estrella del cine porno Ismael Thor, notas a pie de página, bibliografía, diarios personales…). Y este pastiche cuaja, y de qué manera. No hay una página que no esté cortada a cuchillo: la palabra precisa, qué gusto, y este es un agradecimiento personal en un tiempo donde se publica de todo, sin cribar. Esa es a mi juicio una de las claves de su calidad. En cualquiera de los registros que ataca con éxito Vallecillo no chirrían las palabras por disparatados que sean los hechos que se nos narran. Nos lo creemos todo. Cada personaje asume el decoro de su condición: la filosofía nietzschiana en el discurso de Númuno al pueblo enfervorizado alzado en armas, el placer de la reconciliación consigo mismo y con el otro de enfrente del lago entre Jeremías y Rom (este relato es una maravilla, se siente el frío en el lago cuando la protagonista patina y el que nos lo cuenta roza la felicidad auténtica de encontrarse en el mejor lugar en el planeta) o el diario de Ana Punk al que nos asomamos en apenas un par de páginas, convulsos, sorprendidos porque nos pillamos riéndonos ante verdaderas atrocidades violentas: a la chica le gusta que su padre la pegue. Uno termina saliendo del diario creyendo en el poder salvífico de los textos irreverentes.

Mientras leía por segunda vez el texto con lupa, buscando costuras o algún repliegue en la línea espacio-tiempo donde guarecerme, encontré a un escritor que sabe como pocos asimilar lo mejor de la literatura europea y americana del siglo XX. Quienes hayan disfrutado del más experimental y rompedor Italo Calvino no saldrán decepcionados de Colapsos. A la manera de Si una noche de invierno un viajero… leemos el comienzo de una buena decena de novelas. Se abren los textos como flores de diferentes aromas y carnalidades, algunas manifiestamente carnívoras, otras alucinantes como cajas vacías que guardan un secreto de luz y de calor. Si lo que nos atrae es quedarnos perplejos por un mundo futuro o paralelo al nuestro, sin límites en las normas sociales, donde ponemos en solfa el tiempo, el amor y la muerte, en fin, la construcción de una nueva civilización salvaje que nos inquieta hasta el insomnio, no podemos dejar pasar delante de nosotros a Colapsos. Ray Bradbury, el escritor de Crónicas marcianas, pensaría que acaso lo había escrito él en algún momento de ubicuidad, o algo por el estilo. Estoy seguro.
Las historias pueden parecernos lejanas en el tiempo y en el espacio, pero el lector detenido sabe de sobra que estos relatos funcionan como un espejo futuro que nos persigue y nos causa verdadera zozobra. Y lo mejor de todo es que cumple con el primer mandamiento de la literatura: no aburrir.

Reto a cualquier lector de cualquier gusto y exigencia literaria a coger el libro y leer sólo el primer relato. Será imposible que lo abandone, querrá saber qué pasa con esa hermosa preñada de vestido rojo que en principio no sabe a qué atenerse cuando, en plena calle, se la propone filmar una película porno por diez o quince mil dólares y que pronto se subirá al coche de Adler y Sara, los del casting, que, por cierto, discuten qué tipo de personas son cada uno de ellos para el amor. Hay cuatro tipos. Y no cuento más…

José Manuel de la Huerga en La tormenta en un vaso

Vicente Álvarez, en El Norte de Castilla

Hay novelistas que escriben con un cuchillo entre los dientes. Hay novelistas que escriben saboreando el inocente dolor de los espejos. Hay novelistas que escriben entregados a sus sueños. Hay novelistas que escriben arañando el grito de un buen argumento. Hay novelistas que escriben aferrados a las ardientes zarpas de las panteras. Hay novelistas, en fin, que buscan con su particular credo el verdadero antifaz de la inmortalidad. En todos ellos cabe Ángel Vallecillo, cuya novela ‘Colapsos’ acaba de ser galardonada con el premio Miguel Delibes de Narrativa, concedido por la revista de poesía ‘Juan de Baños’, el grupo Sarmiento y la Obra Cultural del BBVA. ‘Colapsos’ es un manifiesto desolador repleto de traiciones y de certezas tan dolorosas como la del amor imposible. La insoportable levedad del ser en clave Tarantino. Vidas cruzadas encajadas en matrioskas de porcelana. Juegos borgianos de todo tipo, textos extraídos de supuestos libros, grabaciones de la CIA, transcripciones de entrevistas telefónicas, páginas de diarios, biografías inventadas, diez mil decimales del número Pi y una visita al cerebro de David Lynch. Vallecillo describe ‘Colapsos’ como una novela coral enraizada en la literatura norteamericana y con un toque cosmopolita. En ella aparecen pícaros modernos, un matrimonio enganchado a los concursos de televisión, hermosas mataharis, viejos médicos que viven sin Alma, libertadores del mundo, pornógrafos, charlatanes poderosos que saben robar un dólar, venderlo por dos y demostrar contablemente que han perdido dinero, miserables que piensan que la dignidad o la utopía son armas peligrosas, mujeres que ya no son hermosas pero que saben fumar y beber como si aún lo fueran, un ecologista insomne, escritores con poderes sobrenaturales, ciegos que dirigen a otros ciegos quemando billetes para alumbrar un universo a oscuras, tipos con dignidad que creen que otro mundo es posible, hombres poderosos que tienen miedo de que se descubra el secreto de su mirada, un mafioso que huye de la policía escondido en un ataúd y mujeres con color Coca Cola que cuando lloran parece que se los han mezclado con whisky.

Tengo delante un par de fotografías suyas que yo mismo hice el día en que Ángel presentó la novela, escucho a Tom Waits en homenaje a ‘Colapsos’ y me bebo un buen ribera a la salud de AV, de la literatura pucelana y de la editorial Difácil que, tras diez años de lucha solitaria, va recogiendo frutos, ante el estupor y la admiración de todos aquellos que en su día desconfiaron (y ningunearon) la aventura. Vallecillo aterrizó en Difácil allá por el año 2002 con una novela esplendorosa (‘La Sombra de una sombra’), ambientada en un pequeño pueblo de Castilla, en la que la tradicional novela rural se transformaba en una sorprendente novela negra protagonizada por el comisario Arias. Tres años después, en la misma Difácil, publicó ‘Colapsos’. Por el medio (antes, durante y después), AV hizo de todo. Siguió trabajando con un pie en Tenerife y otro en Valladolid mientras velaba armas literarias haciendo de todo en el campo de la escritura (redacción de catálogos de armas, negro literario, guionista de series documentales, colaborador en la radio o escritor de reportajes para revistas de viajes). Por ello siempre imagino a Ángel buceando de noche en las aguas del Atlántico o viajando solo a través de la América profunda escribiendo algún reportaje o, tal vez, encerrado en Tokio, asaeteado por los neones con 10 dólares en el bolsillo. Todas esas historias las contaba mientras bebíamos en la noche acerada de Pucela una cerveza en el Cafetín y me hablaba por primera vez de ‘Colapsos’. En la novela, AV narra los sucesos previos y posteriores a un colapso económico mundial originado por un escurridizo visionario llamado Malcom La Sal (colapso que, en una de esas casualidades que tanto le gustarían a Paul Auster, tiene lugar el 18 de junio, el mismo día en que los teletipos vomitaron la noticia del premio concedido a la novela). En fin, parece que algo empieza a cambiar en Valladolid. Y Vallecillo, que sabe que la clave del arte y de la belleza no existe y que todo depende de una simple emoción, es el dueño de las llaves del colapso nuestro de cada día. Al tiempo.

Vicente Álvarez, en El Norte de Castilla

 

 

 

CUATRO CLASES

 

Diez horas antes del Colapso

 

—En cuanto al amor, hay cuatro clases de personas: los que nacieron para estar solos, pero se empeñan en estar acompañados; los que han nacido para estar solos y lo están; los que nacieron para vivir acompañados, pero se empeñan en estar solos; y por último, los que han nacido para vivir acompañados y lo están. Los peores son los primeros, porque son los únicos que hacen daño a quienes más los quieren.

El semáforo se puso en verde. Sara pisó a fondo el acelerador.

—¿Y tú en qué grupo estás? —le pregunté.

—La cuestión no es en qué grupo estoy, sino en que todavía no sé en qué grupo

encajarte a ti.

Y sonrió bajo sus gafas de sol, negras y grandes como un antifaz.

—Allí, ¡para! —le grité.

—¿Dónde?

—Aquélla. ¡Para!

—¿Quién?

—La del vestido rojo. ¿Quieres parar?

Sara aminoró la marcha; se bajó las gafas a la punta de la nariz y entornó los ojos.

—¿Seguro?

—Seguro.

Sara nunca confiaba en los demás. Apretó el acelerador y se puso a la vera de la mujer de rojo. La vio de perfil, sonrió, frenó y aparcó sobre la acera.

—¿De cuánto crees que está?

—Qué más da. Se le nota —le contesté.

—Sí, se le nota bien.

—Y está bien buena.

—Desde luego. A Jazz le gustará. Venga, no la pierdas.

—¿Yo o los dos?

—Ve tú primero. Suerte.

Seguí a la mujer de rojo tres manzanas. Tenía un culo y unas piernas espléndidos. Sara nos seguía en paralelo. La mujer de rojo se detuvo frente a un escaparate.

—Buenas tardes.

Se asustó y se apartó un paso de mí.

—¿Pero qué quiere?

—Mi nombre es Adler —le dije ofreciéndole la mano—. Represento a una compañía muy importante del mundo de la televisión.

—¿De la televisión? ¿Y qué quiere?

—Somos los encargados del casting; estamos buscando a una mujer embarazada, para un rodaje.

—¿Un anuncio?

—No, una película.

—¿Una película?

—Sí.

—¡Vaya, qué interesante! —y relajó el gesto.

—La verdad es que es usted perfecta para el papel. ¡Y pagan mucho!

—¿Que pagan mucho? ¿Sólo por salir así?

Aparté la mirada. Sara nos observaba estacionada en doble fila.

—Bueno, no exactamente así; ése es el truco. Se trata de una película erótica.

La mujer de rojo frunció el ceño como si no comprendiera.

—¿Erótica? ¿Quiere decir pornográfica?

—Bueno, sí, eso es. Se trata de una película pornográfica. Necesitamos a una mujer embarazada… Espere, escúcheme, por favor: esto es serio. Déjeme explicarle…

—No hay nada que explicar —me dijo. Yo corría a su lado.

—No tendrá que hacer nada, sólo estar en la escena, desnuda, nada más.

—Lárguese, ¿me oye? Déjeme en paz. ¡Guarro!

—Serán diez mil pavos.

Se giró y me miró incrédula.

—¿Diez mil pavos?

—Sí.

—¿Diez mil dólares? ¿Está usted loco?

—Somos buenos profesionales. Es un trabajo con mala prensa, pero es un negocio tan decente como otro cualquiera. En el mundo del porno, a una mujer como usted se le pagan diez mil por salir desnuda, sin hacer nada más.

—¿Diez mil pavos americanos?

—Sí.

Se quitó las gafas de sol y me miró escéptica, enfadada. Tenía unos ojos verdes centelleantes.

—Déjeme en paz. ¿Y usted quién es?

—Buenas tardes, soy Sara Rostho.

—¿Vienen juntos?

—Sí —respondí yo.

—¿No le gusta la oferta? —preguntó Sara—. Sé que es algo extraño si no lo ha hecho nunca, pero es un montón de dinero, y no será ni por tres horas de trabajo. Quince mil por tres horas de trabajo. Bueno, de trabajo… De no hacer nada, en realidad.

—¿Quince mil? Él dijo diez. ¿Ni en eso son ustedes serios?

—¿Le dijiste diez mil?

—Sí —dije yo.

—Son quince mil por salir desnuda, por otros trabajos puede subir hasta los cincuenta mil.

—¿Cincuenta mil? ¿Qué son ustedes? ¿Un banco?

—¿Por qué no charlamos en el coche? —le propuso Sara—. Hace una tarde tan agradable… Se lo explicaremos bien. No tiene nada que perder; somos gente honrada.

La mujer miró de reojo el chevrolet descapotable; luego repasó concienzudamente el atuendo de Sara: la gargantilla de perlas, el bolso a rayas de Versace, su reloj Bulgari. Se llevó el índice a los labios.

—Voy hacia Lexington. ¿Les pilla bien?

—Estupendo —dijo Sara—. ¡Y tenemos más de veintiséis dólares en el bolsillo!

—No entiendo.

—Es una broma. Una canción antigua. Vamos, suba. ¿Dónde has comprado esos zapatos, guapa? ¡Son divinos!

Sara condujo despacio. La mujer de rojo iba en el asiento de atrás. El viento le retiraba el pelo de la cara y entonces era aún más hermosa. Parecía relajada.

—El tercer caso —le dije a Sara—: los que no debieran estar solos y se obstinan en estarlo…

—Qué.

—Son los únicos que se hacen daño.

—Sí, pero tampoco hay que fiarse de ellos. De hecho pueden ser los peores. La mitad son homosexuales, y luego traen un montón de problemas. Y si no lo son, peor aún, porque muchos se pasan el día convenciéndote de que deberían estar solos ¡precisamente cuando están saliendo contigo! Son mártires. O algo peor: faquires.

—¿Cómo pagan el dinero? —preguntó la mujer de rojo—. No digo que acepte, pero ¿cómo lo pagan?

—La mitad en metálico y la otra mitad en un cheque, al final del rodaje —dije.

—¿Y si después no me pagan?

Los dos nos volvimos a un tiempo.

—Me refiero a que si…, no sé… No sé cómo funcionan estas cosas.

—Firmamos un contrato —le dije—. En él se establecen las condiciones del trabajo y la forma de pago. Somos una empresa seria. Hacemos porno y ganamos dinero con ello. No tenemos necesidad de estafar a nadie. Las únicas que estafan son las aseguradoras.

Se reclinó pensativa en el asiento.

—Está bien, me arriesgaré —dijo Sara—: creo que perteneces al segundo grupo, al de los que deben estar solos y lo están… —yo solté una carcajada—. ¿Significa eso que he acertado? Dime que sí, me encantan: son adorables, tan tiernos y frágiles…

—Pues no, no soy de ese grupo.

—Sí, sí lo eres, pero eres tímido y te da miedo descubrirte.

—¿Cuáles son esos trabajos especiales para llegar a los cincuenta mil? —preguntó la mujer de rojo. Sara me guiñó un ojo y sonrió—. No es que acepte, de ninguna manera, pero… Tengo curiosidad.

—En realidad llegar a los cincuenta mil es bastante difícil. Usted tiene lo imprescindible para poder optar a ello. Es una mujer realmente guapa…

—Parece una modelo —intervine yo.

— … muy americana, sexualmente americana, ya me entiende, y eso vende mucho, tiene mucho interés en el mercado. Pero ya le digo que no es fácil llegar a cincuenta de los grandes; algunas escenas se utilizan para varias películas, para temáticas diferentes; en ellas no sólo se valora la importancia de estar embarazada, sino el llegar a otros extremos. Pero sí es fácil ganar, digamos, otros quince mil más.

—¿Fácil?

—Sí. Basta con meterse una polla en la boca, o una buena escena de lesbianismo —dijo Sara.

—Ya —y volvió a reclinarse pensativa en el asiento.

Nos detuvimos en un semáforo. Un cuervo se posó sobre el poste, graznó estirando el cuello y se afiló el pico contra el metal.

—No digo que no tengas razón en esa clasificación —le dije a Sara—, lo que sí sé es que te equivocas en cuanto a mí.

—Está bien: si me equivoco, dime entonces en cuál encajas.

—No: primero dime en cuál encajas tú.

—Adivínalo.

Se abrió el semáforo. El cuervo se inclinó hacia delante y echo a volar siguiendo la avenida.

—Bueno, no es nada fácil —dije tratando de ser diplomático—. Pero yo diría que encajas en el grupo de los que necesitan estar acompañados y lo están. Pero con una variante.

—¿Ah, sí? ¿Qué variante?

—La variante de las que se cansan de estar con el mismo. La variante de las que han nacido para estar acompañadas, pero de muchos.

—¡Ja!, eso tiene gracia —exclamó la mujer de rojo.

Los dos nos volvimos y la miramos con reprobación.

—Perdón.

La mujer de rojo miró a su derecha con disimulo. Sara le pegó un volantazo.

—No entro en variantes —me dijo Sara, mirando retadoramente a la mujer de rojo por el retrovisor—. Si entramos en variantes, los casos se multiplican. Lo importante es que me consideras una mujer normal. Y efectivamente, lo soy; soy una mujer normal que busca relaciones estables y normales con personas normales y estables. Está bien, ahora tú, yo ya te lo he dicho.

—No, no me lo has dicho. Lo he adivinado.

—No, has dicho un caso y yo he dicho que sí, si hubiera dicho que no, hubieras dicho otro.

—No, no lo hubiera dicho. Estaba seguro.

—Oigan, supongamos que aceptara. Que dijera que sí, vaya… A lo de los quince mil y quizá a los quince mil más por lo de… Bueno, ya saben. ¿Podría salir con algún antifaz o algo así?

—No, no, no, de ninguna manera.

—No, no —dije yo también—. No, esas cosas no sirven. La gente no lo quiere. Se enfadan, lo consideran un engaño. No, se trata de otra cosa. ¿Cree que si lo pudiéramos hacer con antifaces elegiríamos a alguien como usted y le ofreceríamos diez mil dólares?

—Ella dijo quince mil —me replicó la mujer de rojo.

—Sí, quince mil.

—Si quiere podemos cambiar su nombre; eso no tiene importancia —dijo Sara.

—Ya. No he dicho que acepte, ¿eh? En realidad no voy a aceptar, pero ¿cómo se llega a los cincuenta mil?

Sara me miró de reojo. Detuvo el coche en doble fila, frente al cine Wabster, y se giró para hablar con ella. No se quitó las gafas.

—Ya le he dicho que no es fácil. En primer lugar, el contrato ha de ser por dos películas, por si acaso tiene éxito. Y, bueno, puede imaginarse lo que pide el público: penetraciones profundas, penetraciones anales, depés.

—¿De-pes?

—Sí, de pe —dije yo—. Doble penetración.

—Ah… Ya.

—¿Sabe qué es?

—Supongo.

—Es muy duro. Son sesiones largas y duras —dije irónicamente.

—Ya —y volvió a reclinarse en el asiento. Se encendió un cigarrillo. Sara y yo nos chocamos la mano por lo bajo. Arrancó.

—He sido yo quien te ha dicho a qué grupo pertenezco —me dijo Sara—. No lo has adivinado. Te toca a ti.

Me repantigué en el asiento.

—Pues digamos, simplificando, que pertenezco al grupo de cabrones que debiendo estar solos se empeñan en estar acompañados.

—No.

—Sí.

—No, tú no eres de ésos. No, no me lo creo, te estás haciendo el gallito. El tímido se pone una coraza.

—¿Es hacerse el gallito incluirse en ese grupo?

—No lo sé, pero lo que sí sé es que no eres de ésos. Esos tipos no saben lo que quieren, están confundidos con la vida, y tú sí sabes lo que quieres.

—Pues entonces no estoy en ningún grupo.

—Claro que lo estás, todo el mundo lo está.

Sara tomó la salida de la autopista. Pisó el acelerador a fondo. El ocaso del sol incendiaba la piel del lago.

—Oiga, digamos que acepto. ¿Hay escenas de más de cincuenta mil pavos?

Sonreímos. Se puso a llover. Sara pulsó el botón y se cerró la capota.

 

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