Hilos sueltos son algo más de ochocientos aforismos, sin secciones, sin agrupamientos: «hilos» y «sueltos».
Bellamente arropado, con la portada de Kiker, anunciadora de un trasfondo pasional, y con el magnífico estudio introductorio de José Ramón González, que muestra nítidamente las borrosas fronteras que separan al aforismo de los modos literarios vecinos (máxima, sentencia, epigrama, adagio, reflexión, refrán…), estilo entre la prosa y el verso, entre la poesía y la filosofía, entre lo claro y lo ambiguo, entre lo certero y lo difuso, entre la verdad y la duda sugestiva.
Fernando viene acompañado de una pléyade de autores, escogidos por él, y nos ofrece así degustar los contrapuntos y constatar las encrucijadas poéticas. Doscientos ocho son aforismos de treinta y cuatro autores, como Bousquet, Bufalino, Gervaso, Spaziani o Mallet, y sólo un puñadito escaso más renombrados, como Valéry o Cioran. La mayor parte, unos seiscientos aforismos, son del poeta asturiano.
¡Nada más fácil de leer, frases breves y al grano! Eso es lo que cabría pensar, pero sólo en apariencia, porque requiere una lectura de continua interpretación y de mirada concentrada y atenta.
Empecé a leerlo como se lee normalmente un libro, golpe a golpe y verso a verso y con cierto ritmo, pero me daba cuenta de que conectaba con unos fácilmente y que otros me resultaban opacos, porque había que cambiar de esquema mental continuamente. Necesitaba pararme y escanearlos. Después de varias páginas, de una masa crítica de formas y mensajes recibidos, empecé a entenderlos en su goteo, concediéndoles distintos valores de gracia, fuerza y modalidad. ¿Qué había pasado?: que había encontrado la clave (mi clave interpretativa). Eran hilos, pero en una telaraña donde iba y venía un artrópodo hilador artista solitario: ¿Fernando Menéndez, con algo de cínico? en el sentido clásico: ¿triturador de la cultura?, algo de epicúreo, algo de estoico, en suma, un hijo sincrético de su tiempo: apegado a un solo lugar, la búsqueda de la belleza, en el naufragio de la vida y el islote de la poesía, entre el absurdo y la esperanza de las pequeñas cosas dotadas de sentido, entre la candidez de mirar el mundo con sorpresa y la vehemencia hacia muy poco —el amor, la mujer, la libertad, la honestidad—, entre el equilibrio de la austeridad y la ley del deseo. Es decir, un completo desorden.
Pero toda esta anarquía, tan contemporánea, por otra parte, queda unificada por un colorido que lo envuelve todo: el escepticismo, en su sentido más certeramente filosófico, porque el escéptico clásico no sigue la anómala variedad pusilánime que se ha cansado de conocer, al contrario, tiene tanta ansía de conocimiento como cualquier académico, aunque repugna como ninguno los momentos dogmáticos, porque es sólo buscador incansable de aquellas pocas verdades personales y directas.
Fernando navega en una agotadora ilusionante búsqueda de la belleza: «No hay nada después de la belleza». Pero la belleza no es la perfección: «Los tontos discuten sobre la perfección del mundo», y, además, no nos engañemos: «El amor, como la belleza, son sencillas nadas».
Desde su aforismo conmensura el horizonte de la muerte, siempre envolvente: «Nadie puede ocupar tu lugar, excepto la muerte». Pero hay aún mayores temores en vida, porque aunque «La muerte no te olvida nunca». «Temo a la soledad metafísica más que a la muerte» y para cerrar el paradójico vivir: «El vacío, con la muerte, se encamina a la plenitud».
Otro polo cardinal de su inquisición crítica lo dirige hacia Dios: a veces un torso materialista de Dios en «Dios sólo existe en la brújula», otras rompiendo el sentido en «Acaso Dios no procede del simio», otras reventando su teología en «De Dios a un monstruo hay sólo un paso» para convertirlo en mundano enigma en «Más conservador que el poder es Dios».
Junto a estos hilos visibles en la trama, muchos dedicados a romper las verdades metafísicas, otros risueños raptos amorosos y cálidas discretas y provisionales esperanzas, junto a pequeñas verdades que denuncian a la explotación, a la estupidez, al político y a la impostura: «Los políticos mienten diciendo la verdad» o «Hoy el arte más que arte es voyerismo».
Y todo, todo, transido de verdadero escepticismo, a veces sólidamente expuesto: «Un criterio: el relativismo crítico», o «Dedicarse a la utilidad de lo inútil», o «El pensamiento contra el pensamiento único», o «Del dolor y la razón nacen los hombres», donde la razón queda asimilada al dolor y viceversa. Fernando como poeta busca la belleza de lo efímero, de lo condensado, del juego entre decir lo mínimo y hacer del silencio la expresión de algún curioso secreto, y reducir el poema a un nombre y éste a un punto y éste a la ausencia, como él mismo dice en uno de sus aforismos. Teniendo siempre en cuenta que «A veces el verso no tiene fondo, sino deseo».
Hay muchas otras interpretaciones posibles; yo mismo constataba no agotarlas. Y si «El hombre está hecho de puntos de vista a los que no puede renunciar», no quiero llevar a ninguna interpretación cerrada lo que allí fluye y prefiero ponerme a salvo porque «La estupidez de un crítico está en su convicción».
José Luis Argüelles entrevistaba a Fernando Menéndez en LA NUEVA ESPAÑA el pasado 21 de octubre, aunque ya un hábil, selecto y sutil blogero lo descubría antes que nadie en: diariosderayuela.blogspot, con un muy fino y bello comentario.
En la literatura filosófico-poética del aforismo habrá que contar en adelante con este autor español de tres libros de aforismos, cuyos «hilos» de ahora están muy a la altura de esos otros autores extranjeros ya consagrados. Puestos a hacer una selección de favoritos, algunos brillarían con la luz de los maestros de la palabra, en Fernando hiperbólicamente concentrada.
Silverio Sánchez Corredera en La Nueva España
He oído hablar de sus ediciones artesanales. De su caligrafía primorosa. De esa vocación amanuense que le lleva a escribir, ilustrar y copiar poemarios que son como pequeñas piezas de orfebre. En tiempos de computadoras, impresiones láser, copisterías y muy asequibles encuadernaciones, Fernando Menéndez posee un inusual temple de monacato, una capacidad de retiro y laboriosidad paciente. Bien quisiera tener uno alguno de esos libros de tan reducida tirada, manuscritos uno a uno, concebidos, ilustrados y hasta cosidos por él mismo. Esos libros que no persiguen el reconocimiento de los suplementos literarios ni tan siquiera un hueco en los mostradores o escaparates de las librerías, sino que constituyen el extraño placer de quien comparte con los más íntimos el fruto en sazón de sus soledades.
Esa es quizás la más atrayente cara de la obra de Fernando Menéndez. Por original y por obligadamente limitada. Pero para quienes no tenemos la fortuna de poseer ninguna de esas piezas únicas, existe al menos la posibilidad de acercarse a su obra poética y aforística a través de las publicaciones al uso. En escasas pero cuidadas tiradas se ha ido cuajando la evolución literaria de este profesor de filosofía a quien tanto afecto parecen profesar sus bachilleres en esa edad difícil en que se hace raro oírles halago alguno hacia los enseñantes. El último libro publicado por Fernando Menéndez es Hilos sueltos, Editorial Difácil, Valladolid, 2008. Una compilación de aforismos propios salpicada por algunos otros de autores clásicos. Uno de esos libros que se pueden leer en una tarde, sí, pero que conviene dejar al alcance de la mano ya para siempre. A sus páginas se llega sabiendo que el autor ha ido volviendo su escritura cada vez más enjuta, más fibrosa, decantándose en sus últimos libros por lo más breve, el aforismo y el haiku. Con ese mimbre estrófico, contenido y paradójicamente ligero, trenza sus obras 39 Haikús (En las montañas / pinceles de la nieve / pintando nubes. // Vuelan vencejos / siluetas de guadañas / talan los bosques. // Releo un libro / la mente está vacía / y todo cambia) y Aguamarina (Regresa mayo / los dientes de león / nievan las calles. // Sobre mis manos / unas ramas de almendro / dejan sus flores.). Con la pauta aforística compone Dunas y, ahora, Hilos sueltos. Viene ésta precedida por un brillante prólogo de José Ramón González, en el que se repasa la historia del género, su etimología grecolatina y sus características primordiales, que no han sido siempre la mismas, y que han variado desde la formulación cerrada y sentenciosa que tuvo en otro tiempo a la ligereza de verso y la vocación connotativa que se le ha dado en la práctica más reciente. Por ahí anda el aforismo de Fernando Menéndez, tan ceñido a la brevedad formal y tan poético que a veces se vuelve haiku casi inconscientemente (Una briznas de hierba / entre las hojas / de un libro usado.), tan pegado al silencio del que viene y al que aspira que apenas si se eleva sobre él (Leer un aforismo para gozar de su silencio. / Escribir callándose. / La palabra es una fuga del silencio.), tan sobrio (El adorno es el suicidio del arte.) y tan calmo en su dedicación a la utilidad de lo inútil (La utilidad de lo inútil: la quietud.).
Se habló al comienzo de los libros artesanales de Fernando Menéndez, de esa soledad no venial que uno intuye dedicada al placer de la tinta, la acuarela, el tacto de los nobles papeles o las bellas palabras. A esa soledad y ese silencio al que aspira la voz de cuanto en estos Hilos sueltos se dice tan quedamente, se dedica el último y uno de los más bellos aforismos del libro:
Siento la soledad en mi trabajo como un insecto hoja en una rama.
diariosderayuela.blogspot.com
C UÁNTAS palabras forman un discurso? Para los lingüistas, el discurso es una cadena de palabras hablada o escrita. «Cadena» es metáfora adecuada porque las palabras para que formen discurso han de estar enlazadas entre sí como eslabones. Otra metáfora es «hilo»: cuando pierde el hilo el que emite un discurso, éste se interrumpe y el texto oral o escrito se abre a otros discursos. No importa la longitud para que un discurso (poético, narrativo, filosófico…) tenga la condición de tal. Hace dos años, un poeta francés escribió el poema más largo del mundo —“Parcelas de esperanza en el eco de este mundo”—. Lo hizo en un papel que medía casi un kilómetro y pesaba más de 100 kilos. Es un poema acróstico: las primeras letras de cada verso son las palabras de los artículos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Con permiso de lo que opine el cardenal Rouco y demás objetores, no dejará de ser un buen texto complementario para la educación de la ciudadanía del mundo.
Sin embargo, con las prisas de los tiempos que corren los discursos se han ido acortando: los mensajes en los móviles, la sintaxis y la ortografía sincopadas en el chat, las diecisiete sílabas del haikú en poesía, los microrrelatos en narrativa… Y hasta los chupitos y miniplatos en los omnipresentes discursos gastronómicos. Buena prueba del gusto por la brevedad del texto son los muchos concursos de frases breves que a diario se anuncian en la Red. Ahora mismo me llega el siguiente sms: «Ser o no ser. Esa es la… Dinos qué palabra falta y llévate 70 puntos».
Fernando Menéndez acaba de publicar Hilos sueltos, un libro compuesto por más de sesenta páginas de aforismos. Suficientemente tiene él probadas sus virtudes para tal menester: formación filosófica, curiosidad por lo que ocurre en su entorno, la valoración del silencio frente a los ruidos mundanales y un buen oficio en reducir el discurso a lo esencial. La nueva obra de F. Menéndez es un discurso en el sentido latino del término: «la carrera o el camino que se hace a una parte y otra siguiendo algún rumbo», definía el Diccionario de Autoridades. El discurrir, pues, del autor de Hilos sueltos es andar con la mente alerta por diversos lugares. ¿Cuáles son los rumbos? Agnosticismo, metapoética, la belleza del mundo, el sentido de la existencia y toda esa sustancia que alienta en la mejor poesía… Y todo ello con la levedad de un haikú, sin pretensiones de construir frases célebres: «Los farsantes son disciplinados con su moral», «Leer un aforismo para gozar de su silencio», «El presente es la única propiedad mía», «El banquero mastica dentro de sí el dinero», «La comedia de ser uno en la tragedia del otro».
Francisco Álvarez Velasco en La voz de Avilés
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