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El libro horrible

12 €

Ficha

Autor: Enrique Joven
Género: Novela
Páginas: 160
Dimensiones: 220 x 150 mm
Encuadernación: Rústica
Isbn: 84-930571-0-X

Sinopsis / Información

Mefisto se adapta a los nuevos tiempos y a las nuevas tecnologías para volver a los viejos tiempos, aquellos en que otros eran los Dueños de la Tierra. Pero las cosas no son tan sencillas…

Un pez adicto al pegamento, una serpiente narcoléptica, un equipo de fútbol integrado por alienígenas, tres Mitos ultradimensionales, una sociedad secreta de frailes, Internet y, por supuesto, la presencia constante de Mefisto son algunos de los muchos elementos que utiliza el autor para construir su novela.

Con un argumento disparatado, a caballo entre la parodia y la novela gótica, El libro horrible —la menos políticamente correcta de las novelas— es una apuesta por la imaginación y el humor en el que Enrique Joven interpreta para el lector inteligente el mundo que nos ha tocado vivir.

Degusta este vitriolo en pequeños sorbos, porque en cada línea hay una carcajada, un mensaje oculto o una sonrisa irónica.

Enrique Joven

Enrique Joven (Zaragoza, 1964) es doctor en Ciencias Físicas. Desde 1991 vive en Tenerife, donde trabaja como ingeniero en el Instituto de Astrofísica de Canarias. Su primera incursión editorial fue la publicación de dos capítulos en la novela colectiva titulada La rebelión de los delfines (Espasa, 2001), experiencia esta que le hizo perseverar en el empeño. El libro horrible (DIFÁCIL, 2002) es su estreno como escritor en solitario, aunque ya está inmerso en otro libro de peor pinta si cabe.

1

            —Vamos, Tino, enróllate un poco.
            —Te he dicho que no, Alfredo, que luego te vienen los bajonazos y un día de éstos tendremos un disgusto.
            —Sólo un chorrito, que yo controlo, necesito un poco de marcha, me canso de estar aquí encerrado.
            Tino acabó cediendo. Estaba harto de oír a Alfredo la misma cantinela desde hacía media hora. Buscó por los cajones de su escritorio. Encontró el tubo, quitó el tapón y acercó la boquilla a la superficie del agua.
            —¡Imedio no, cabrón, que ése es para niños! ¡Sabes de sobra que el único que me pone es el Supergén! —protestó Alfredo.
            —Vale, pero cállate ya. Sonia está a punto de llegar. Espero que te portes bien y mantengas el pico cerrado. Cuando te la presente, haces un par de piruetas y se acabó. ¡Y no se te ocurra salpicar!
            Mientras buscaba el segundo tubo, sonó el portero automático. «¡Mierda, todavía no es la hora!», pensó. Con las prisas se le fue la mano en la dosis, lo que Alfredo agradeció alegremente.
            —¡Buen colega! ¡Te mereces mojar esta noche! —dijo el pez haciendo un tirabuzón fuera del agua.
            —Yo no sé si mojaré, pero te repito que a ti más te vale no hacerlo. ¡Fíjate en el charco que hay alrededor de tu pecera, marrano!
            Tino descolgó el telefonillo y preguntó la identidad a su interlocutor. Como suponía, era Sonia. Pulsó el interruptor que abría el portón de la escalera e inició una frenética carrera por todo el piso, recogiendo calcetines y camisetas, levantando cojines y alfombras, vaciando ceniceros. Alfredo empezó a cantar.
            —Sex bomb, sex bomb, you are a sex bomb…
            —¡Cállate! —le gritó Tino, que entonces se percató de que Sibila había desaparecido—. ¿Has visto a esa jodida serpiente por alguna parte?
            —La tienes debajo de tus narices, bomba sexual —respondió Alfredo sin dejar de cantar.
            En efecto, el enorme reptil estaba junto al sofá. Tino la agarró de la cola y la arrastró a la habitación, metiéndola como pudo debajo de la cama.
            —Yo que tú no la pondría ahí. Imagínate que se despierta y estáis en medio de la faena —observó burlón Alfredo.
            —Si follamos, que lo dudo, lo haremos en el sofá para que puedas mirar, bicho degenerado —respondió Tino.
            Aún no había acabado la frase cuando el segundo timbre, el de la puerta del piso, sonó. Tino respiró hondo. Le costaba acostumbrarse a su nueva vida y a sus nuevos hábitos. Pero sobre todo le costaba acostumbrarse a vivir con esos dos bichos, aunque eso era parte del trato y había sido cláusula innegociable. Un pez de colores adicto al pegamento y una boa de cuarenta kilos narcoléptica. Abrió la puerta, sonrió a Sonia, que le devolvió la sonrisa, y la invitó a pasar.
            —Tendrás que perdonar el desorden. Soy un adán.
            —Estás perdonado, y los adanes me gustan siempre que no haya serpientes por medio. Yo tampoco puedo presumir de ordenada —dijo Sonia—. ¿Dónde pongo el vino para que se enfríe? —preguntó seguidamente de forma muy educada la recién llegada—. Creo que es un poco pronto para la cena.
            —Trae, lo pondremos en la nevera —contestó Tino, tomando la botella y rumiando la primera frase de su invitada—. De paso te enseño el piso, aunque hay poco que ver. El salón, la cocina, el baño y un dormitorio. ¡Ah, y la terraza! Es lo mejor del apartamento.
            Sonia inspeccionó con aire desinteresado las estancias. Se fijó bien en el dormitorio, la cama estaba hecha y eso le agradó. No soportaba acostarse en sábanas revueltas, si se daba el caso. Por fortuna para Tino, Sibila seguía dormida debajo. Pensaba que el noventa y nueve por ciento de las mujeres tiene fobia a las serpientes y el uno por ciento restante son serpientes ellas mismas, así que lo mejor sería que no la descubriera. Cuando llegaron a la altura de la pecera, Tino hizo las presentaciones.
            —Sonia, te presento a Alfredo. Alfredo, ésta es Sonia. Te he hablado de ella.
            Alfredo ya estaba completamente colocado, por lo que la acrobacia ensayada resultó un desastre. Obvio es decirlo: puso perdida de agua a la chica.
            —¡Pero será imbécil! —gritó Tino—. El día menos pensado se lo doy a comer a un gato. Anda, ven a secarte cerca del radiador, no sea que te constipes.
            —No te preocupes, que han sido cuatro gotas. Parece muy simpático. ¿De qué marca es?
            Aquella pregunta descolocó a Tino. Un coche, un traje, unos vaqueros, un perfume podían tener marca, pero un pez… Si acaso enlatado… Habían bastado diez minutos y cinco frases para descubrir que aquella chica era rematadamente idiota. Eso sí, estaba muy buena. Tal vez lo mejor para él sería que Alfredo terminara de empaparle la ropa y tener argumentos para que se desnudara cuanto antes. Además, la otra podía despertarse en cualquier momento y tenía muy mala leche recién levantada, sobre todo si no había ningún ratón para la cena. En estos pensamientos andaba precisamente Tino cuando Sonia empezó a chillar.
            —¡Un ratón, un ratón encima de la lavadora!
            Tino debía de haber dejado abierta la jaula de la comida de Sibila. No era la primera vez. Los chillidos eran tan agudos que consiguieron despertar a la serpiente, y eso que estos bichos son sordos como tapias. Se había levantado con hambre y en un periquete solucionó el problema del roedor fugitivo. Sonia estaba lívida.
            —Buenos días. O noches, no estoy muy segura —saludó con voz siseante Sibila—. ¿Nos conocemos? —preguntó acercándose con la lengua fuera a la chica, no sabemos si por efecto del cansancio o por imperativo de su propia naturaleza.
            —Sex bomb, sex bomb, you are a sex bomb… —se oyó mientras comenzar a cantar de nuevo a Alfredo desde el salón.
            Sonia se agarró al brazo derecho de Tino, con sus diez uñas clavadas hasta el fondo de sus nuevos bíceps, muda de espanto. Éste, viendo que la situación tenía difícil salida, le dijo dulcemente:
            —Ven, aún no has visto la terraza. Te sentará bien un poco de aire fresco.
            Tino condujo a Sonia a la terraza y la asomó al vacío. Era un décimo piso.
            —Buen viaje, bonita.

2

            —¿Hace mucho que conocía a la chica? —le preguntó el más joven de los inspectores mientras el otro mantenía la vista fija en la pecera donde Alfredo nadaba plácidamente.
            —En realidad era la primera vez que la veía —contestó Tino con sinceridad—. Era un cita a ciegas, ya sabe.
            —Nosotros sólo sabemos que no sabemos nada, somos como los platónicos —replicó el inspector jefe—. O los patéticos, no me acuerdo bien. Por cierto, vaya pez más raro. ¿De qué marca es?
            Tino miró al techo alzando las cejas con aire de pedir ayuda. Pensó que era normal que toda aquella gente fuera estúpida: la chica, el inspector jefe y el inspector ayudante. Estaba claro que no habían llegado a su casa por azar. Habían sido escrupulosamente elegidos para no presentarle dificultades. Al fin y al cabo, esto también era parte del pacto: nada debería entorpecer sus actividades. Él podría hacer lo que quisiera con total impunidad.
            —Es un Fisher-Karpov. Son muy raros. Sólo se crían en algunos ríos montañosos de América Central, ya sabe.
            —¿Y cómo llegó hasta aquí? —intervino de nuevo el bisoño aprendiz de Holmes.
            —Ya les he dicho que era un cita a ciegas. Entramos a la vez en un chat de Internet. Yo era Tony Flags y ella Gatita Pícara.
            —Me refería al bicho, pero tomaré nota de esto último. Tal vez alguien la conociera por este sobrenombre. ¿Tiene alguna idea de por qué se tiró?
            —Cuando llegó a casa estaba muy rara. Parloteaba sin parar, fumaba un cigarrillo tras otro… Creo que había tomado algo, ya sabe.
            —De acuerdo. Le avisaremos cuando tengamos los resultados de la autopsia —zanjó el interrogatorio el inspector al mando, dando un aire peliculero a sus palabras—. Pero parece un caso claro: drogas, alcohol e Internet. Mucho vicio para la juventud de hoy. Vámonos, chaval, que este señor tendrá cosas importantes que hacer.
            Cuando se marcharon los policías, Tino respiró aliviado y se dejó caer en el sofá. Debajo de su trasero notó un bulto familiar. Apartó los cojines y descubrió a Sibila, dormida como era su costumbre.
            —¡Maldito reptil! ¡Todo por culpa tuya! —le gritó golpeándola con un periódico en el hocico—. ¡Despierta de una puñetera vez! Tenemos terapia de grupo a las nueve.

            Tino encendió el módem y arrancó el navegador. Mientras Windows reparaba el registro del sistema, y estropeaba todos los demás, le dio tiempo a arrimar el carrito con ruedas que soportaba la vivienda de Alfredo. Sibila se enrolló debajo de la mesa, todavía somnolienta. Cuando todo estuvo en orden, tecleó: www.gotohell.com. Introdujo su nombre de usuario, Faustino, en la casilla dispuesta a tal efecto, y su palabra clave, ******. Pasados unos instantes, un formulario ya familiar llenó la pantalla del ordenador. Mefisto estaba on-line.
            —Buenas noches a todos —apareció escrito en la pantalla, como por ensalmo.
            —Buenas noches en nombre de todos, Mefisto —tecleó Tino. «Ni peces ni serpientes tienen dedos, al menos los de las marcas conocidas» —pensó con sorna.
            —¿Cómo ha ido con Sonia, Tino? —se leyó en el ordenador, remotamente manejado por el Maligno.
            —Ahora la tenemos en la cama. Más fría que caliente; por desgracia para mí, pero sobre todo para ella. En la de un forense —respondió irónico el aludido.
            —Pues ésta era una auténtica zorra. No me había fallado con ninguno hasta que te la he enviado a ti.
            —Pues tendrás que buscarme a otra, porque me dejaste con las ganas. Tus bichos metieron la pata y tuve que deshacerme de ella. Supongo que fue lo más prudente.
            —Mis bichos no tienen patas. Ni peces ni serpientes tienen patas, al menos los de las marcas conocidas.
            Debía tener más cuidado. No sólo con lo que decía, sino también con lo que pensaba. El muy cabrón era telépata. Lo que Tino no entendía era para qué diablos, y nunca mejor dicho, le hacía falta un módem y pagar el recibo de teléfono como cualquier mortal.
            —Para guardar las apariencias, imbécil —contestó a sus pensamientos la pantalla del ordenador—. Además, ¿en qué mejor sitio iba yo a encontrar a tipos tan incautos e infelices como tú?
            —No lo sé —contestó Tino—. ¿Tal vez en el fútbol?
            —Demasiado simples. Me aburren. Con tal de evitar que su equipo vaya al infierno de segunda, se tiran ellos al de primera. Tengo esto lleno y me canso de oírles vociferar. Para que te hagas una idea de cómo son, ni siquiera aquí se quitan las bufandas. Y ahora dime —añadió—. ¿Qué hacen mis criaturas?
            —La serpiente está sobando a mis pies y el majadero del pececillo acaba de mearme los pantalones con un doble salto mortal. Como ves, nada nuevo.
            —Cuida de ellas como si fueran tus hijos. Recuerda que si algo les pasa, lo mismo te ocurrirá a ti.
            Tino lo sabía. Lo experimentó el día en que Alfredo cayó fuera de la pecera en uno de sus alardes circenses. La agónica opresión en su pecho no remitió hasta que pudo devolver el pez al agua. Mefisto le había explicado que su cuerpo estaría en el de Alfredo, y su alma en la de Sibila. Desde el día en que su buscador encontró un enlace con el mismísimo infierno, su vida había cambiado. Se estaba convirtiendo en un joven atlético, enérgico, ambicioso. Todo un triunfador. Casi parecía ya un deportista de los que llenan los telediarios. Pero también, día a día, se volvía más cruel, más ruin. Aunque a él le gustaba esta nueva personalidad. Antes todo era muy aburrido. Ahora iba a tener sexo y dinero fáciles sin molestarse en absoluto. Y, además, gracias al portal infernal había conseguido tarifa plana. ¿Qué más podía pedir?

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