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Cabezas amotinadas

9,02 €

Ficha

Autor: Pedro Quiñones
Género: Relatos
Páginas: 160
Dimensiones: 210 x 120 mm
Encuadernación: Rústica
Isbn: 84-922356-3-2

Sinopsis / Información

En Cabezas amotinadas se nos propone un viaje de ida y vuelta. Nuestra mirada contempla, inicialmente, unos personajes que, no reconociendo como suyo el corsé de la racionalidad común, optan por elaborar estrategias que se nos antojan extravagantes, Kumasi grotescas. Pero, a medida que profundizamos en la lectura, la misma mirada a través del cristal de estos cuentos, alumbrada unas veces por la ironía y otras por la ternura, vence las sombras de la perspectiva inicial y gana en comprensión —incluso en identificación—, con los exabruptos mentales y emocionales que protagonizan los dueños de estas testas impares. La singularidad que reivindica el diente de ajo desprendido de la cabeza se disuelve así en el cotidiano mar de unas sopas de ajo, tan cercanas, tan habituales.

Pedro Quiñones

Pedro Quiñones (Valladolid, 1968) es licenciado en Filosofía y Letras.

ÓSCAR X SUSANA (Fragmento)

Cuento tierno

Me gustan Haendel y Espronceda.
Viajo en un tren de cercanías de un extremo al otro de la ciudad, de esta ciudad deshumanizada y gélida, de este coloso urbano rugiente y gris que me acogió con tibieza y apatía hace ya algunos meses. Mi destino es la macroestación de X, donde sacaré un billete para el expreso que cada fin de semana me aleja del horrísono bullicio, del trepidante caos humano y del desencanto y la monotonía que envuelven mi existencia de lunes a viernes.
Estoy completamente solo en el vagón; o casi: en la parte delantera se vislumbra una porción de cabeza encanecida parapetada tras un periódico. Yo voy arrinconado en uno de los últimos asientos, junto a la ventana. No hay nada que ver tras el cristal: todo el trayecto tiene lugar a través del subsuelo, a lo largo de túneles inhóspitos y sombríos de paredes húmedas y negras, recorridas por cables y otras eléctricas fealdades.
El vagón está muy limpio, inexplicablemente limpio; ¡cómo!, ¿han resucitado el civismo y la urbanidad sin que nadie me avisara?, ¿han sido domesticadas las masas? No; la explicación es otra muy distinta: el tren es nuevo, tan nuevo que no ha tenido tiempo de ser castigado por la habitual barbarie de que suelen hacer gala no pocos usuarios del transporte público. Examino el suelo, el techo, puertas, cortinas, los asientos… Todo se encuentra impoluto. A veces, los objetos inanimados exhiben orgullosos las virtudes que los dignifican ante los ojos del contemplador, como si tuvieran conciencia de su pulcritud, de su aspecto inmaculado, de su atractiva fisonomía de cosas cuidadas con esmero. A veces, los objetos inanimados, cuando son bellos o están limpios, se esfuerzan en llamar nuestra atención, proclamando a gritos, con cierta vanidad y altanería,que su apariencia es digna y armoniosa, que sus perfiles halagan la vista y estimulan el espíritu… A mí esta presunción no me resulta ofensiva; muy al contrario; se me antoja entrañable, por lo infantil, y me inspira una honda ternura por lo que tiene de humana. A veces, los objetos inanimados me hacen llorar.
Desfilan ahora por mi cerebro imágenes y pensamientos banales; los propios del pasajero ocioso que trata de eludir el tedio arrojándose a los brazos de fantasías igualmente insípidas. Suenan dentro de mis oídos, una y otra vez, de manera recurrente, las últimas notas de un aria de Haendel para castrado y orquesta de cámara. Ahora trato de acomodar su título, descompuesto en sílabas, al sonido acompasado y rítmico del tren, sin mucha fortuna, por cierto:

Om-bra Mai Fu, Om-bra Mai Fu…

Después de  varios intentos, descubro que la cadencia, debidamente articulada, de mi interna declamación casa bastante bien con el traqueteo repetitivo y persistente. En vida de Haendel nadie se atrevió a soñar, en voz alta al menos, con trenes de cercanías o con expresos que pudieran alejar a las personas de horrísonos bullicios urbanos o de las vulgaridades que envuelven sus existencias de lunes a viernes. Suben hasta mis labios algunos versos de Espronceda que recito entre dientes:

Una calle estrecha y alta,
la calle del Ataúd,
cual si de negro crespón
lóbrego, eterno capuz
la vistiera, siempre oscura,
y, de noche, sin más luz
que la lámpara que alumbra
una imagen de Jesús.

Espronceda no tuvo la oportunidad –no diré la suerte– de conocer los tubos de neón; tubos blancos, cilíndricos; los mismos que ahora veo sobre mí, iluminando mi ropa, mi maleta…; el sólo vio lámparas como la que alumbraba una imagen de Jesús, o quizá alguna otra distinta, aunque poco más sofisticada, presumo.
Me congratulo de nuevo ante la pulcritud del vagón y vuelvo a hacer un somero reconocimiento, a sabiendas de que no encontraré nada interesante, de todo cuanto me rodea: los embellecedores del techo, la forma de las ventanas, el rodapié… De repente cesa mi nomadeo visual; mis ojos se detienen para clavarse en el respaldo de uno de los asientos, muy próximo al que yo ocupo. Y descubro indignado, sobre el plástico gris, unas palabras escritas con rotulador negro y enormes caracteres:

ÓSCAR x SUSANA

¿Óscar? ¿Susana? ¿Quiénes son? Una pareja de jovencitos montaraces y un tanto indisciplinados, me atrevo a imaginar. Con toda seguridad él es el autor del texto, pues su nombre aparece en primer lugar. Es uno de los responsables de la degradación del nuevo trren; un individuo antisocial y salvaje; todo un prócer del gamberrismo y la barbarie imperantes. Me indignan los estúpidos entretenimientos de esta clase de personajes.
Los trazos son firmes, ejecutados con calma, pulso decidido e incluso con esmero, lo cual me hace pensar que fueron realizados estando el vagón vacío, o casi vacío, como lo está ahora, lejos de molestas miradas inquisitivas que entorpeciesen su labor; ¿o acaso la osadía del maleducado escribiente le llevó al extremo de consumar su atrevimiento en presencia de otros pasajeros, sin importarle posibles amonestaciones? ¿Empuñó el rotulador en compañía de la tal Susana o crecido por la proximidad de algún compinche tan majadero como él?
ÓSCAR x SUSANA. Óscar por Susana. Creo que ya he visto en alguna ocasión el símbolo matemático actuando como nexo entre dos nombres. ¿Óscar “está por” Susana? ¿Óscar “va a por” Susana? Poco importa el matiz exacto; el caso es que al díscolo muchacho le gusta la chica con nombre de mártir decapitada, varios meses menor que él y compañera de clase en el instituto. A Óscar, que no es demasiado alto, pero sí bastante contestatario, le apasiona el fútbol, y, los viernes, cuando terminan las clases, se coge con otros amigotes vociferantes y bravucones como él unas borracheras espantosas. Después de cantar a gritos a la puerta del bar, con el tercer litro de cerveza en la mano, toda clase de canciones absurdas, en su mayor parte sacadas de la televisión, le repite una y otra vez a uno de sus compañeros que es un tío de puta madre, golpeándole amistosamente con el puño en los hombros. Susana, al lado de sus dos mejores amigas, también bebe, aunque poco, y sufre un montón al ver a su galán diciendo incongruencias y memeces y tambaleándose sin moverse del sitio, vencido bajo el peso del alcohol. Al final, Óscar termina devolviendo entre dos coches; ella le agarra por la cintura mientras sus negros zapatones (¡qué horribles zapatos usan las chicas de hoy!) se van salpicando de vómitos. Él balbucea: “No vuelvo a beber”, “Quiero morirme” y otras cosas parecidas, y Susana, que apenas ha probado la cerveza y tiene las manos frías, le ve llorar un poco, porque Óscar, cuando bebe, se siente miserable y olvida su pose artificial de hombrecito arrogante. Como es lógico, a la mañana siguiente el bisoño borrachín se arrepiente de los excesos cometidos durante la noche anterior; ¡con lo que cuesta mantener el tipo durante toda la semana, alimentando penosamente la farsa, con posturas ensayadas durante horas frente al espejo, estudiado desaliño en el vestir y cigarrillo en la mano, para echarlo todo a perder entre lágrimas y vomitonas!
Susana es pizpireta, algo tímida y se pasa el día soñando. Sólo ha besado a un hombre, o, mejor dicho, a un mocito con vocación de hombre. Se trata de Óscar, claro; el mismo que el viernes pasado llegó a casa arrastrando los pies en medio de su lamentable melopea. Ninguno de los dos ha oído hablar de Haendel, y, mucho menos, de Espronceda. A veces Susana está realmente guapa –aunque tenga demasiado trasero–, cuando consigue ocultar bajo el colorete esos dos o tres granitos que la torturan, cuando no lleva sus esperpénticos zapatones negros o cuando sonríe, sin que se le vean los dientes, al escuchar alguna palabra bonita. Le va bien en 2º de B.U.P., no como a Óscar, que es un desastre y dice, para impresionarla, que ha estado jugado al poker mientras ella y los demás compañeros de clase estudiaban para los controles. En realidad, Óscar apenas sabe lo que es una reina de diamantes. Susana tiene un hermano mayor que trabaja de camarero y hace algunos portes de vez en cuando. El otro día, después de verla junto a una cabina de teléfonos haciéndose arrumacos con su novio, le dio un soberano bofetón al llegar a casa.
Óscar es un fanfarrón y un gallito –al menos eso dicen algunos de sus amigos– y no tolera que nadie mire a Susana más de la cuenta mientras pasean por la calle. Se pone como una fiera al escuchar comentarios sobre ella y no se reprime a la hora de amenazar o de pedir explicaciones a quien se pase. En situaciones como ésta, Susana se avergüenza muchísimo; en dos o tres oportunidades, gracias a una hábil intervención, ha evitado que a su acompañante le rompieran lo boca por cretino y lenguaraz.
ÓSCAR x SUSANA. Óscar y Susana. Me gustaría verlos a los dos, juntos, abrazados, por la calle, en su clase de 2º de B.U.P. No conocen a Haendel. No saben quién es Espronceda a pesar de vivir en la misma ciudad que le acogió en vida y en donde están enterradas sus cenizas; ninguno sabrá jamás que los restos de su amante, que también reposaron aquí, se perdieron para siempre al arrasar las excavadoras el cementerio donde se guardaban. Precisamente sobre ese lugar se alza hoy la vivienda de doce pisos en la que vive Susana. ¡Ay, Susana, qué encantadora estás cuando consigues ocultar bajo el colorete esos dos o tres granitos que te mortifican, cuando no llevas tus espantosos zapatos de tacón cuadrado y tan grande como un puño, cuando sonríes mientras te dejas abrazar por tu imberbe bachiller, acariciándole el cuello con las manos un poco frías! ¡Ay, Óscar, cuánto te envidio, a ti, que no has oído hablar de Haendel ni de Espronceda, que, con el problema de tu hombría mal entendida aún por resolver, te exaltas con demasiada facilidad al escuchar comentarios sobre Susana; a ti, que viajas en trenes de cercanías para reunirte con ella y no para huir, como yo, de la monotonía o de la vida gris! ¡Ay, Óscar! ¡Ay, Susana! Quiero ser como vosotros; quiero estar en 2º de B.U.P., vomitar entre dos coches mientras alguien me consuela y me agarra por la cintura, decir que voy a jugar al poker, sufrir por dos o tres granitos, vivir sobre los cimientos de un camposanto antiguo sin saberlo, no haber oído hablar de Haendel ni de Espronceda, recibir un sopapo de mi hermano mayor que nunca tuve; quiero que una chica pizpireta –no me importa que tenga demasiado trasero– me acaricie el cuello con las manos un poco frías y me saque las castañas del fuego cuando estén a punto de romperme la boca por abrirla demasiado.
El tren se detiene en la macroestación de X. Súbitamente, mis ensoñaciones se interrumpen. Me levantó algo aturdido, salgo del vagón y, con un pie ya en el andén, miro hacia atrás y vuelvo a subir precipitadamente. Y me dirijo hacia el asiento de plástico gris en cuyo respaldo se lee:

ÓSCAR X SUSANA

Y toco con los dedos los nombres, y siento que una emoción espesa me desborda, y digo en voz baja: “Óscar x Susana”, y vuelvo a salir con rapidez al exterior. Y mientras subo por las escaleras automáticas que conducen al ruidoso vestíbulo, agarrando con fuerza el asa de mi maleta, descubro que, como le ocurre a Óscar cuando bebe más de la cuenta los viernes, yo también estoy llorando. Estoy llorando un viernes.

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