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Boleros de Amsterdam

10,22 €

Ficha

Autor: Vicente Ávarez
Género: Novela
Páginas: 125
Dimensiones: 220 x 150 mm
Encuadernación: Rústica
Isbn: 84-930571-3-4

Sinopsis / Información

A César Ayala, un periodista que lleva demasiado tiempo rememorando sus años dorados en Amsterdam —cuando se ganaba la vida cantando boleros junto a su amigo Jon Aramburu y vivía con Ada, la mujer de la que estaba salvajemente enamorado—, se le destapan todos sus recuerdos cuando recibe la noticia del asesinato del famoso pintor Jan Zubira. Una cinta de video que aparece junto al cadáver parece la única pista para esclarecer el crimen. Sin embargo, Ayala conocerá otra grabación que resulta ser la llave del misterio y la de su desgarrada memoria: se trata de una película snuff…

Vicente Ávarez

icente Ávarez (Valladolid, 1963) es licenciado en Historia del Arte y diplomado en Teoría y Estética de la Cinematografía por la Universidad de Valladolid. Ha publicado: Improvisación en fuga (1992), Pequeño catálogo de piratas y soledades (DIFÁCIL, 1998), Boleros de Amsterdam (DIFÁCIL, 2001), Arcimboldo Ballet (2001), Génesis 1.32 (2002), El mercenario del Dux (2003) y El secreto del pirata (revisión de la novela Pequeño catálogo de piratas y soledades , 2005); y el ensayo “Siete postales desde la capital del dolor' en Nuestros Premios Cervantes. Francisco Umbral (2003). Ha recibido los premios: ‘Premio Tomás Salvador de Narrativa' por Improvisación en fuga (1991), ‘Premio Ciudad de Monleón de Novela Corta' por Arcimboldo Ballet (2001), ‘Premio Castilla-La Mancha de Novela' por Génesis 1.32 y ‘Premio Destino-Guión' por El mercenario del Dux . Ha formado parte del jurado del Festival de Cine de Medina del Campo y de la Semana Internacional de Cine de Valladolid (SEMINCI). Es columnista del periódico El Norte de Castilla. No tiene móvil. valvarez@ole.com

Vine a este mundo tan sólo para asesinar un recuerdo y he tardado demasiado tiempo en darme cuenta. Hoy, después de los terribles acontecimientos que he tenido que soportar estos últimos días, he aprendido la lección con la suficiente dosis de locura y sangre. Amad a la dama, habría exclamado Jon. Lo cierto es que, tras esa quimera, me he perdido durante los últimos años de mi vida. La dama era Ada y con ella las noches parecían desiertos azules, la luna una misteriosa bailarina que había escapado de un ballet ruso y las estrellas eran como peces. En aquella época vivíamos los tres juntos en un viejo almacén totalmente destartalado que fuimos restaurando como mejos pudimos y supimos. En poco tiempo se convirtió en el refugio que siempre había soñado. Sin embargo, el diablo se alió con la cara más oculta del amor. Jon y Ada comenzaron un juego que yo no supe continuar. Quizá por eso escapé una noche anaranjada de Amsterdam para ya nunca más volver. Canté mis últimos boleros en el Amstelcoffeshop (Lo dudo, lo dudo, lo dudo, que tú llegues a quererme como yo te quiero a ti. Lo dudo, lo dudo, lo dudo, que halles un amor más puro como el que tienes en mí) y ya no regrese a nuestro sagrado refugio. No volví a ver a Ada ni a Jon. Imagino que, por entonces, empezarían a grabar sus vídeos X. Tal vez les pedirían algo especial y pensaron en mí. Desgraciadamente, yo no supe comprender sus juegos y fracasé hasta en lo que más deseaba en el mundo: acariciar a Ada, besar a Ada, morirme dentro de Ada. Sonrío al recordarlo… Pero de inmediato regreso a Ada, a la mujer a la que no he dejado de amar ni un solo segundo de mi vida, y me vuelvo a encontrar (perdido, destrozado, con el corazón roto) en la fría y gris estación de Amsterdam. Recuerdo que llovía torrencialmente, y mientras la ciudad se alejaba, tarareaba con dolor y rabia mi bolero de despedida:

Esta tarde vi llover,

vi gente correr,

y no estabas tú.

Hoy me he vuelto a sentir igual. La cinta de vídeo con el salvaje asesinato de Jan Zubira que me han enviado me ha devuelto a la brutalidad de mi particular infierno y también al desbordante misterio que siempre rebosaba el rostro de Ada. En el interior del sobre marrón acolchado sólo había una nota, escrita con una fría letra de ordenador: El juego continúa.

Los malnacidos no se dan cuenta de que para mí el juego ha terminado. Finalizó, en realidad, hace mucho tiempo, cuando los besos de Ada me abandonaron. Yo nunca quise ser esclavo de mis palabras y sí dueño de mis silencios. Hoy voy a ser dueño de mis palabras y terminar con todo de una maldita vez. El fin ya está cerca y la copa de cianuro de los Borgia me llama de manera lujuriosa, excesiva, insistente. Antes, de todas formas, ejerceré el mítico y anhelado papel de poeta para el que nací y que nunca supe interpretar. Yo soy ateo, poeta yo soy, me dijo en cierta ocasión Jon…

En aquellos días, la luz de Amsterdam era naranja, de tiniebla arrugada y saturada por la plata de sus canales, y en mi recuerdo permanece como el silbo alegre de mi vida, como el paisaje al que mi corazón desea regresar siempre, como el mayor momento de entrega y dolor, aquel que cambiaría mi vida. Tal vez por eso acudo con demasiada frecuencia al torbellino de mis dos años holandeses, al doloroso paseo virtual por molinos de viento que se cansan de ser postales, a la remembranza de unos largos dedos que acariciaron mis manos, que se detuvieron un momento en mi rostro, al paisaje de una amistad peculiar y tan vital como un perro juguetón.

Llevábamos dos días durmiendo en la calle y, a pesar de todo, Jon no dejaba de sonreír. Había en sus ojos un olor a transpariencia que conseguía contagiarme, que barría las tormentas de mi alma, la incertidumbre de dónde pasar la noche, el desasosegante y continuo consumo de los pocos florines que permanecían en nuestros bolsillos.

—Yo soy ateo, poeta yo soy. ¿No te das cuenta?

Estoy viendo cómo acaricia la guitarra, cómo la afina, la besa y habla con ella. Jon tenía el pelo rojizo y el alma con sabor a berberecho. En sus ojos grises de pescador infiel habitaban historias de piratas y palacios con princesas tullidas, pero, sobre todo, miles de palabras subiendo a montañas míticas por los más retorcidos senderos. “Sólo me gustan las palabras y las mujeres. Me gusta jugar con ellas. Con las palabras”, solía repetirme a menudo, riendo mientras mostraba sus dientes amarillos de trigo quemado. “A la palabra, como a la mujer, sé verla al revés”. Y recalcaba, con énfasis de azurumbado arlequín, “sé verla al revés”.

Desde el primer día, me asaltó con sus juegos de palabras, hizo de mi vida un palíndromo exquisito, un alambicado enredo, un camino de ida y vuelta, un sutil mundo de coincidencias, de capicúas malditos. Y con su peculiar filosofía lúdica, con el desigual valor que daba a las mujeres y a las relaciones, a las palabras y a los números, comprendí, nada más conocerle en el tren mísero y maloliente que atravesaba la noche y Europa, que Jon Aramburu sería mucho más feliz que yo en la vida, que conseguiría todo lo que desease, que no se rompería el cerebro con sus fracasos, que no se escondería nunca bajo las sábanas esquivando las derrotas, huyendo de los malos momentos. Yo sólo sabía tocar la guitarra y escribía cosas. Nada del otro mundo. La mitad de mis amigos hacía lo mismo que yo, y muchos de ellos con más estilo. El caso es que yo, que deseaba con todas mis fuerzas ser escritor, me sentía humillado por la forma en que Jon jugaba con las palabras, les daba la vuelta, tirándolas al aire y cogiéndolas al vuelo. Los anagramas, los palíndromos, los jeroglíficos o los lipogramas no tenían ningún misterio para él. La luz, bajo su peculiar perspectiva, debía de ser siempre azul, porque la luz azul es reversible, por delante y por detrás, de arriba abajo. En un mundo de cine y fabulación (la mítica noche americana que tan bien conocen los operadores de cine), el mundo en el que siempre vivía Jon, el ojo rojo del destino no paraba de jugar a los dados con su libreta negra.

—Es una lástima que no me llame Otto, Adán… Adán, ya sabes, nada al revés. Lo que somos, desengáñate.

 

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